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Caperucita

La anciana vivía sola en una acogedora cabaña en lo más profundo del bosque.

La cabaña tenía regios muros y descansaba en el corazón de un pequeño claro sembrado de verbena y acónito que la anciana cultivaba con esmero. Cualquiera que encontrase tan idílica morada en un bosque tan sombrío daría por supuesto que se trataba de la casa de una bruja y pondría pies en polvorosa, sin reparar en que la casa no tenía chimenea y que ninguna bruja viviría sin un horno en el que asar niños perdidos. En cualquier caso, nadie pasaba por allí (y la anciana no era una bruja). En días como aquel, ni siquiera los animales ponían pata, pezuña o zarpa en el claro; los contados pájaros anidados allí abandonaban sus hogares conforme el sol se escondía tras el horizonte.

La anciana se preparó para ir a la cama: se vistió su camisón y su gorro, dio tres sonoras vueltas de llave a la puerta principal, comprobó las trancas de las ventanas y cerró las cortinas a cal y canto. Se movió con soltura por la penumbra de la habitación y se agachó junto a la cama para sacar un pesado cofre de debajo. La luna estaría a punto de salir, y en el claro reinaba un silencio absoluto. 

O tal vez no.

Un pequeño paso, ligero como una pluma. Otro, arrastrando las hojas al borde del claro. Otro. Y otro más. La criatura caminaba erguida, a dos patas. Posiblemente se tratase de un humano, pero no parecía pesar más que un animal pequeño. Una cría de humano, pues; una niña, a juzgar por el aroma que desprendía. Los pasos, lentos en un principio, cobraron una cadencia atropellada y bailarina. La pequeña se acercó a la cabaña dando brincos y se detuvo frente a la puerta. La anciana no se había movido del sitio.

—¿Abuelita?

No. Imposible 

—Abuelita, ¿estás ahí? ¡Traigo galletas!

Se había alejado de su familia hacía años. Se había ido sin dejar rastro.

—¡Qué casa tan bonita tienes!

¿Tenía que ser justo aquella noche?

—Las galletas no me han salido demasiado bien.

Aunque hacía meses que no perdía el control…

—Abuelita, hace frío. 

La anciana abrió la puerta. Su nieta sonrió, y el parecido con su madre hizo que el corazón de la anciana bailara de pena. 

—¿Qué quieres, muchacha?

La sonrisa de la niñita se apagó.

—Te he traído galletas, abuel…

—No me llames así. El bosque no es lugar para niñas como tú. ¿Dónde está tu madre? 

La pequeña se marchitó aún más. La anciana tuvo que emplear todo su (considerable) autocontrol para no cogerla en brazos y consolarla hasta que le volviera a brindar aquella hermosa sonrisa. 

Ay, lo que habría dado todos esos años por ver esa sonrisa.

—Mamá no se encuentra bien —murmuró la niña, tan bajito que una Abuelita cualquiera no lo habría escuchado. Lo dijo como si fuera un secreto, como si no quisiera oírlo. Tragó saliva, ahogando un sollozo, y las guardias de la anciana se derritieron como mantequilla al fuego. Alzó a la niña y la abrazó con infinita ternura.

—Oh, pequeña, unas galletas es justo lo que necesitaba esta abuelita. Pasa, pasa.

Entró a la cabaña, cerrando la puerta tras de sí. 

Mientras tanto…

En un alejado rincón del bosque, el Cazador su bigote atusa. Sonríe una sonrisa siniestra y rastrea el rastro de la caperuza. No hay pisaditas en el barro ni jirones de tela roja, pero a su ojo experto le bastan las hojas muertas y las ramas rotas.  El Cazador maldice su estampa, su suerte y a la luna, que en el cielo como un plato brilla y le revela la ruta. Recuerda a la niñita vagando por el Bosque, sola. Buenos días, Caperucita, ¿a dónde vas en esta hora? A la casa de la abuelita, le dice, ¿cuál camino es mejor que escoja? Ese de ahí has de tomar, y mejor será que no te demores. Si te pierdes en el bosque, puede que el Lobo te devore. La niña marcha espantada, corriendo sin miramientos. Los castaños rizos de su pelo bailan en el viento. El Cazador la ve marchar y le invaden los recuerdos: otro bosque, otra niña; una reina y su espejo. No fui yo, dice el Cazador, sino la bestia que llevo dentro. Ahora se vuelve a remover y se adueña de mi pellejo.

Deja a Caperucita ir, déjala que corra. Que yo le daré caza y probaré su sangre roja.

En la cabaña del claro… 

Las venas de la anciana palpitaron a la cadencia de la luz lunar. DÉJAME SALIR, murmuró el Lobo, HUELO SANGRE FRESCA. «Esta noche no», pensó la anciana, y contuvo el aliento hasta que la bestia remitió.

—¿Qué va a ser, abuelita? ¿Chocolate, miel o arándanos?

La anciana sonrió.

—Quiero probarlas todas, cielo.

—¡Así se habla, abuela! Aquí tie… Oh, vaya abuelita, ¡qué uñas tan grandes tienes!

La anciana cerró el puño de súbito, haciendo de la galleta migajas. El Lobo rio en un resquicio de su mente.

—Es para… rascarme mejor, cielo.

«Te dejaré salir mañana. Te serviré todo un rebaño. Más ovejas de las que puedas soñar.»

YO NO SUEÑO. 

«Más de las que puedas contar, entonces».

El Lobo tampoco sabía contar, pero suponía que era una oferta generosa. Si lo que le moviera fuese el hambre, habría aceptado sin dudar. Pero el corazón del Lobo era tan oscuro como su pelaje.

TU NIETA ME SACIARÁ MÁS QUE TODAS LAS OVEJAS DEL MUNDO.

Una fuerte jaqueca sobrevino a la anciana, que luchaba por contener el temblor de sus manos.

—Abuelita, ¿estás bien?

—Sí, cielo. Solo son los dolores de la vejez.

—¿Es eso lo que le pasa a mamá? —La niña le había contado como su madre pasaba los días tumbada en la cama, con los ojos abiertos y tristes mirando a ningún lugar. 

La anciana se disponía a ponerlo en duda cuando le sobrevino otro temblor. Se encogió sobre si misma soltando un gemido.

—¿Son las galletas verdad? Te han sentado mal. Oh, Abuelita, cuánto lo siento. Soy un desastre.

—No, querida, no es nada de...

—¡Diantres, abuelita, qué orejas tan grandes tienes!

La niña empezaba a sonar asustada. La anciana se llevó la zarposa mano a la oreja y comprobó que era peluda y puntiaguda. 

—Son para oírte mejor, Caperucita.

La niña asintió con un leve gemido, que los oídos del Lobo magnificaron hasta la altura de un grito.

Y también escucharon algo más…

Alguien a golpe de hacha avanza por el Bosque. Va llorando súplicas y gritando maldiciones. Dios Todopoderoso, detén a este pecador; yo mismo lo haría, pero me falta el valor. Luego se desvive en ininteligible letanía; al final ríe como un loco y con más brío camina.

Los instintos de la anciana se afilaron como cuchillos. «Lobo malvado, préstame tu hocico». Desconcertado por la decisión de la vieja, el Lobo se dejó someter. Caperucita gritó al ver la nariz de su abuela crecer.

—Abuelita, qué nariz tan…

—Escúchame, cariño —le cortó con un gruñido— Un hombre muy malo viene de camino. Escóndete en el armario, cierra los ojos y reza. Hazlo sin demora, y por lo que más quieras… —Los ojos de la Abuelita brillaron, amarillos—. No abras la puerta.

El Cazador llega al claro, saboreando ya su presa. Esquiva la verbena y pisa el acónito. Llama a la puerta.

—Caperucita, ábreme, bonita. Os vengo a saludar a ti y a tu Abuelita.

Llama tres veces y comienza a impacientarse. Agarra el hacha y se prepara para sacar la puerta de sus goznes. Entonces, oye un aullido. La puerta se abre con un lento crujido. Colmillos, garras, dos ojos amarillos.

El Cazador da un grito, que muere al instante. Cae con un gemido y baña el claro con su sangre. 

No tan rápido, abuela; vamos a divertirnos. Esta noche no, Lobo; devóralo rápido y sella su destino.

En el armario…

Caperucita al fin se atrevió a apartar las manos de las orejas. ¿Podría abandonar ya su escondrijo? Miró por la cerradura, forzando la vista. Ahí estaba su Abuelita: había perdido su gorro y su camisón estaba hecho jirones. Por lo demás, parecía la frágil ancianita que Caperucita había esperado. Estaba encorvada y no tenía colmillos ni garras. La niña se removió inquieta, preguntándose si su imaginación le había jugado una mala pasada.

—Sal, niña mía. Es seguro.

Hasta su voz sonaba cansada. Caperucita salió del armario, todavía temblando.

—¿El hombre malo se ha ido, Abuelita?

—El hombre malo no volverá a hacer daño a nadie.

Un silencio incómodo se asentó entre ellas. La Abuelita sacudió la cabeza y habló:

—Eres una niña muy valiente, Caperucita. Yo no me habría atrevido a cruzar el bosque sola, como has hecho tú. ¿Mañana querrás acompañarme de vuelta a tu casa? Ya es hora de que visite a mi hija.

La niña miró a su abuela con ojos llorosos.

—¿Cuidarás de ella?

La anciana tiró de ella con delicadeza y la rodeó con sus brazos.

—Las dos lo haremos, pequeña.

La niña le devolvió el abrazo con fuerza y hundió el rostro en su camisón. Allí, en la cabaña del claro, entre los brazos de su abuela, que le murmuraba palabras dulces, finalmente se permitió llorar.

El Lobo lo observó todo tras los ojos de la anciana. Gruñó un poco, por cumplir, y removió sus ataduras sin querer realmente liberarse.

«Gracias por tu ayuda esta noche, lobito».

ME DEBES UN REBAÑO DE OVEJAS.

«Todas las que puedas tragar».

Y TE DESHARÁS DEL ACÓNITO.

La anciana puso los ojos en blanco, pero no se opuso.

«¿Alguna otra exigencia?»

SOLO UNA MÁS.

«Te escucho».

¿ME PERMITIRÁS CONTEMPLAR LA LUNA? CON MIS PROPIOS OJOS.

La Abuelita apartó la vista de su nieta, que se había quedado dormida en su regazo.

«Claro».

Cerró los ojos, que temblaron bajo los párpados. Los abrió, revelando dos estelas doradas. El Lobo alzó la barbilla de la anciana (su barbilla) y se regocijó en el brillo de la luna madre, que lo bañaba todo: la cabaña, el claro, las flores, la niña, el Lobo; ¿o era la Abuelita? Contemplaron la luna durante un buen rato, y aunque anhelaban aullar, no quisieron perturbar el sueño de la niña. La tomaron en sus brazos y la llevaron con delicadeza al interior de la cabaña. Tras arroparla, salieron al claro y se deshicieron de los restos del Cazador. Luego corrieron por el bosque y hasta se permitieron algún aullido. Se limpiaron en un arroyo cercano y luego volvieron a la cabaña. Se vistieron su camisón y su gorro y se tumbaron junto a la niña. En el claro (su claro), reinaba la paz.

«Buenas noches, lobito»

BUENAS NOCHES, ABUELA.

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