Perenne
Tenía seis años cuando vi por primera vez el Árbol Cantor. Era Invierno, y el viento soplaba, helado, entre sus verdes hojas. Estas vibraban, cada cual a su frecuencia, generando una inefable mezcla de melodías que siempre he llevado conmigo.
La segunda vez que estuve ante el Árbol Madre, muchos años se habían ido. Con ellos, mis padres y mi infancia. La melodía, sin embargo, permanecía. No pude oírla, esa vez, pues el aire del Verano es perezoso y rara vez corre por los bosques. Sí pude contemplar la belleza de sus hojas, idénticas a mi recuerdo de ellas.
Cuando pude contemplar el Árbol por tercera (y última) vez, yo era ya un anciano. Tenía hijos, nietos y un sinfín de historias a mis espaldas. Admiré las hojas verdes del Árbol y su tronco, grisáceo y rugoso bajo el sol de Otoño. Me giré hacia el menor de mis nietos, de tan solo seis años. Le conté historias sobre el Árbol, que es bello, eterno e inmutable.
Cuando morí, era Primavera. Estaba en mi hogar, rodeado por mi familia y amigos. Podía sentir su amor y su dolor; una mezcla de sensaciones que me hizo pensar en la melodía del Árbol. En ese momento comprendí cuan solo debía sentirse el único ser verdaderamente Perenne sobre la faz de la tierra. Abocado a contemplar su bosque y sus criaturas: conocerlas, amarlas y dejarlas ir.
Una y otra vez. Una y otra vez.
En ese momento agradecí no ser eterno como el Árbol, y a él dediqué mis últimos pensamientos.